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BORA BORA: PARAISO TERRENAL

Deby Beard

A lo lejos, desde la ventanilla del avión, Bora Bora aparece como una pincelada de verde y turquesa sobre el lienzo infinito del Pacífico Sur. Un anillo de motus —islotes coralinos— encierra la laguna como si el mundo hubiera querido preservar este santuario con la misma delicadeza con la que se guarda una joya. Al centro, el monte Otemanu se eleva con su silueta volcánica, como el guardián antiguo de un paraíso que aún parece ajeno al tiempo.

Le Bora Bora, miembro de la exclusiva red Relais & Châteaux, se posa sobre un motu privado frente al monte Otemanu. Sus bungalows sobre el agua, con techos de palma y pisos de vidrio, permiten observar el ir y venir de la vida marina sin siquiera salir de la habitación. Todo respira intimidad, elegancia polinesia y una especie de felicidad suspendida.

Aterrizar en Bora Bora es entregarse a un ritmo distinto, donde el aire huele a vainilla y sal, y la luz baila sobre el agua como si cada ola trajera consigo una bendición. Desde el aeropuerto, solo se puede salir por mar, y el trayecto en lancha hasta el hotel Le Bora Bora by Pearl Resorts se convierte en un primer acto de inmersión. El agua, de una transparencia imposible, revela rayas que se deslizan como sombras suaves y corales que parecen jardines submarinos.

Subir a un helicóptero de Tahiti Nui Helicopters y rodear la isla desde el cielo es otra forma de comprender su perfección. En pocos minutos, se revela el anillo de coral en todo su esplendor, con la laguna como una acuarela líquida que cambia de azul con cada rayo de sol. Desde el aire, la montaña parece aún más majestuosa, y los bungalows flotando sobre el agua se asemejan a hojas dispuestas con cuidado por una mano invisible. Es una imagen que queda grabada como un sueño lúcido, imposible de olvidar.

De regreso al mar, una excursión privada por la laguna con TOA Boat lleva la experiencia a otro nivel. A bordo de una embarcación tradicional, guiada por locales que conocen cada rincón del arrecife, uno puede nadar con mantarrayas, esnorquelear junto a tiburones de arrecife y explorar jardines de coral donde los peces tropicales te rodean con total naturalidad. A veces, el capitán apaga el motor y deja que el silencio hable: solo el chapoteo del agua, el sol en la piel y el horizonte sin interrupciones.

En tierra firme, de vuelta en el resort, la jornada termina con una cena gourmet. El restaurante del hotel, refinado pero sin pretensiones, rinde homenaje a los sabores de la Polinesia con productos frescos del mar y la tierra. El sonido de un ukulele en la distancia acompaña el momento, y uno se da cuenta de que en Bora Bora todo parece estar hecho para que el alma descanse, flote y se expanda.

Este rincón del mundo no necesita promesas, ni excesos. Solo con estar, basta. Y cuando uno parte, lleva consigo algo más que recuerdos: una certeza íntima de que el paraíso existe.

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